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Nací en 1936 en la Beauce, una región linda e industriosa del futuro país del Québec que hasta hoy forma parte del Canadá. En 1962 fui ordenado sacerdote en la Sociedad de Misiones Extranjeras de Québec y posteriormente hice estudios de pastoral en Colombia y Bélgica. En mis 30 años de andanzas misioneras por Honduras, Argentina y China, he descubierto que Dios hablaba por boca de los nadie. Su idioma era el de los Derechos humanos, las culturas autóctonas que rescatar, las tierras ancestrales que recuperar, el amor a la Madre Tierra, la liberación de la mujer, el horrendo escándalo de la pobreza y el crimen de lesa humanidad de las desapariciones de personas, etc. Era la lengua del evangelio, la de un Dios-hecho-pueblo. Pero desde hacía mucho existía otro dios que pretendía ser el único y verdadero Dios. De hecho, él no era sino una falacia inventada por los que buscaban adueñarse del mundo. Tenía temibles cabos de vara y no hablaba el lenguaje de los pobres como Jesús. Nos hizo la guerra y la ganó. El Dios-hecho-pueblo no tuvo mucha suerte, nos aplastó el Dios-de-los-Ejércitos. De regreso a mi Canadá natal, con una salud no tan mala como para morirme y no tan buena como para hacerme algo útil, vivo bamboleando entre la indignación permanente y la esperanza serena de que el viejo dios, enemigo de la justicia y de la libertad, reviente antes del fin del mundo, y que uno no tenga que salir de la Iglesia por tratar de ser un tanto coherente con el evangelio.